lunes, 14 de marzo de 2011

TresSieteOcho

Hace unos años tenía un espacio que pasaba por blog y que hasta hace unos minutos me detuve a leer. He recordado cómo fueron mis dieciséis, mis diecisiete... Tan picarescos como inocentes. Lo mejor ha sido volver a leer las tardes con ella, mi madrina, mi abuela. 

Estaba pensando esta tarde que 2008 tenía toda la pinta de ser el mejor año de todos los que hasta entonces había vivido. Como cada noche antes de dormir pedía en mis oraciones que ella aguantase, que no estaba tan mal para irse. Era imposible que con el año tan completo que llevaba, pudiese pasar lo que sucedió.

Aquella mañana cuando Mari me despertó a las ocho, me había ido a la cama apenas un par de horas antes. Sólo me dijo "María, vete a casa de la tía, que la abuela está muy malita". Me sigo emocionando al recordarlo. Nunca imaginé que aquella mañana ella me dejaría sola, sin compañía por las tardes, yéndose sin volver a escuchar frases incoherentes debido a su enfermedad. Era imposible que ese año se tuviese que ir.

Por entonces, voté por primera vez, fue el día más feliz de mi vida con la boda de mi hermana, hubo Olimpiadas, había sacado unas notazas en selectividad, me había quitado la Química con un 10, empezaba la universidad... Todo ello iba encaminado a ser mi año.

Aquella mañana, tres de julio, cuando llegué a la habitación donde ella se encontraba, no terminaba de creerlo. Ella dormía como cada noche. Me sentí engañada aunque viendo las caras, tanto la de mi madre como la de mi tía, sabía que algo estaba al llegar.

Por entonces, nunca llevaba gafas y, aquel día, únicamente me las quité para secar mis lágrimas. No quería perderme detalle de las últimas horas que pasaría con ella

Ella hacía todo lo posible por respirar. Unas horas después de que llegara, me enteré de que ya había acudido el sacerdote para que recibiese el último de los Sacramentos. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que 2008 no iba a ser mi año, que ella no aguantaría hasta 2009, como siempre había pensado. La pequeña llegó y se quedó en el salón, escogió recordarla en vida. 

Llegado el momento de su último aliento, sus hijas se echaron a llorar. Yo no sabía qué hacer, llevaba toda la mañana gimoteando. Mi tía la única idea que tuvo fue tomarse una caja entera de tranquilizantes. Aquellos meses, tanto mi madre como ella, no dejaban de tomarlos, no conciliaban el sueño y más aún sabiendo que lo que sucedió estaba al caer. Gracias a Dios, alguien se las quitó. 

Me acerqué al salón y allí estaba la pequeña, de pie, sin saber a dónde mirar, a dónde ir, con los ojos más húmedos que jamás había visto. La abracé y, aun sabiendo que quien nos acababa de dejar era la persona que ella siempre había detestado por sus delirios (los de la abuela), sentí el más sincero cariño por su parte. 

A partir de ahí, la mañana fue totalmente extraña. Fuimos todos juntos, con los trillizos, a comprar. Comimos en casa de Mari... Incluso recuerdo que me duché allí, escuchando Camila, porque mi prima era lo único que oía en ese momento. 

En cuanto estuvo en mis manos, fui al tanatorio porque no quería separarme de la persona que más quiero ni un solo instante mientras pudiese. Me senté cerca y la miraba. Tenía mejor cara que nunca. Mi tía le había comprado un hábito de las religiosas Mínimas para cuando llegase este día. Todavía recuerdo que ella, mi abuela, siempre decía que quería ser monja y no la dejaron y, menos mal, porque sino ninguno de nosotros estaríamos hoy.

Pasé toda la tarde allí, rezando, pidiendo por ella hasta que llegó María, mi prima. Nunca me había sentido tan querida y comprendida como ese día. Hacía un año exactamente que su abuelo también había partido. Nos sentamos en un banco, en los jardines que había. Hablamos de todos los momentos que habíamos pasado con ella, de los sentimientos que quedaban...

Lo más impactante fue ver a mi hermana mayor, la doctora, con los ojos tan rojos de haber llorado. En apenas nueve días iba a dar el "sí, quiero" y solamente pensar que ella no iba a acompañarnos... 

La última noche, todos cogidos de la mano, pidiendo por ella, eso no se olvida en la vida.

No sé cómo he llegado a escribir esto cuando realmente quería contar los sentimientos que ahora me invaden. No sé cómo me he atrevido a describir estos momentos tan íntimos...

Todo el esfuerzo en el Camino se lo ofrecí a mi madrina. Era quien me daba fuerzas para seguir luchando. Lo primero que hice al volver de Santiago fue visitarle y darle las gracias por todo.

Abuelita, donde quiera que estés, cuida mucho de nosotros. Aunque cada noche me acuerde de ti, sé que no es suficiente, te mereces mucho más. Los mejores años de mi vida han sido los que he pasado junto a ti. No lo olvides nunca. Tengo muchas ganas de reencontrarnos. Te quiero.

2 comentarios:

Dani dijo...

simplemente emotivo MUY emotivo...

Anónimo dijo...

No puedo imaginar lo que sientes, por suerte no he perdido a nadie cercano, aunque temo el día que suceda... Recuerda lo bueno y no los momentos malos de su enfermedad.

Un beso y un abrazo!